Evocando el Pasado
Corría el año 2109. Ella miraba por la ventana en la planta 104 de la zona de rascacielos del Fórum. Pequeños vehículos aéreos se arremolinaban por toda la ciudad, pero el aire era más limpio que nunca.
Lo normal en esos días y lo que estaba de moda, eran los regalos holográficos. Collares de diseños imposibles que varían según el estado de ánimo, flores que no se marchitan… pero ese día no. Ese día volvía a ser tal y como se lo describía su abuelo, tal como era en el pasado siglo XXI. La ciudad se vestía con rosas reales, aromáticas, de las que se marchitan en tres días y puedes guardar en un libro.
Llamaron a la puerta, era él y una rosa… verdadera.
Otros Relatos
Mi Vida como Dragón
Mi vida como dragón ha sido casi siempre apacible. Nací en los albores del modernismo barroco como me gusta llamarlo, en una Barcelona que ya apuntaba hacia el futuro. Y quise entrever desde mi puesto de vigía como el tranvía tomaba el puesto de mis tan añorados carruajes. He visto impasible pasar los años por mis piedras y las risas y los llantos de las gentes por mis fuentes. Buena prueba de ello son las brillantes monedas que adornan mis fondos, arrojadas a veces por amor, otras por desamor y casi siempre por costumbre.
Siempre me gustó pensar que yo era un enorme y fiero dragón a las puertas de mi gruta de altas columnas, -Ya la quisieran los enanos de las minas de Moria-, que más que gruta era mi templo… bueno, ¡era mi castillo!, y que custodiaba a una hermosa doncella con su correspondiente tesoro. Era gratificante que, de vez en cuando, algún niño saltara la verja del colegio que había aquí a mi lado y montara sobre mi lomo al grito de ¡Sant Jordi!, me recreaba los sueños en el mejor de los marcos y yo encantado, no se crean.
Los tiempos han cambiado y mi vista ya no es lo que era, pero creo adivinar que el murmullo de la ciudad es debido, al gran ajetreo de las gentes que la mantienen viva. Viva y en constante evolución, pues nunca dudé que así sería. -aunque he oído que vuelve a haber tranvías, ¡cielo santo!-.
Y yo sigo aquí, en mi quietud, con mis sueños de Sant Jordi… rugiendo para mis adentros, -¡qué remedio!-, y aunque ya no galopan niños en mis lomos, dentro de muchos años seguiré siendo el orgulloso, Dragón de Barcelona.
El Estanque sin Fondo
Era una tarde de finales de junio a esa hora en que todo parece detenerse bajo el cálido sol del estío. El parque del laberinto estaba extrañamente desierto, ni los turistas se aventuraban bajo el sol abrasador. Recorrió lentamente el camino que bordeaba aquél inmenso lugar, quería verlo desde lo alto. Tomó la escalinata que la llevaría por encima del laberinto y se giró para verlo. Lo recordaba mucho más grande, estas cosas pasan cuando creces y sonrió evocando sus juegos de niña entre esos altos muros de verde seto.
Siguió subiendo lentamente los peldaños con la mirada perdida en cada uno. Casi podía escuchar su propia risa de los 9 años cuando llegaba a un trecho sin salida y vuelta atrás corriendo. Quería llegar al enorme estanque de más arriba, ese que siempre le fascinó. Y siguió subiendo hasta encontrarlo, oscuro, salpicado de brillantes destellos, profundo. Se reclinó sobre el borde pero no podía ver el fondo, parecía no tenerlo. La quietud de las aguas era inusual, parecía más un enorme cristal negro que agua líquida y se dijo que no sería tan difícil cruzarlo a pie.
Sin pensarlo dio un paso. No se hundió. Un paso más. Seguía sosteniéndose. Miró hacia abajo y se vio reflejada como en un espejo de sobrecogedora negrura, pero no consiguió ver el fondo. Y dio otro paso y otro y otro. Cuando quiso darse cuenta lo había atravesado. Se giró alertada y lo miró. ¿Qué había hecho? No debía estar en su sano juicio, la magia no existe. Tomó una pequeña piedra del suelo y la lanzó al centro del estanque y vio maravillada como ésta se hundía más y más. Verdaderamente aquél estanque no debía tener fondo.
Y se marchó con una sonrisa de triunfo en los labios y las risas de la niña de 9 años que fue resonando en sus oídos. El parque del laberinto siempre sería un lugar mágico.
Sin pensarlo dio un paso. No se hundió. Un paso más. Seguía sosteniéndose. Miró hacia abajo y se vio reflejada como en un espejo de sobrecogedora negrura, pero no consiguió ver el fondo. Y dio otro paso y otro y otro. Cuando quiso darse cuenta lo había atravesado. Se giró alertada y lo miró. ¿Qué había hecho? No debía estar en su sano juicio, la magia no existe. Tomó una pequeña piedra del suelo y la lanzó al centro del estanque y vio maravillada como ésta se hundía más y más. Verdaderamente aquél estanque no debía tener fondo.
Y se marchó con una sonrisa de triunfo en los labios y las risas de la niña de 9 años que fue resonando en sus oídos. El parque del laberinto siempre sería un lugar mágico.